Una no escoge

Una no escoge el país donde nace; pero ama el país donde ha nacido.

Una no escoge el tiempo para venir al mundo; pero debe dejar huella de su tiempo.

Nadie puede evadir su responsabilidad.

Nadie puede taparse los ojos, los oidos, enmudecer y cortarse las manos.

Todos tenemos un deber de amor que cumplir, una historia que nacer, una meta que alcanzar.

No escogimos el momento para venir al mundo: Ahora podemos hacer el mundo en que nacerá y crecerá la semilla que trajimos con nosotras.















miércoles, 14 de abril de 2010

Juana Azurduy

En la historia argentina, aunque no en la que nos enseñaron en la escuela, encontramos decenas de mujeres que en tiempos difíciles, mientras se construían los modelos nuevos de sociedad política, encabezaron luchas- algunas en escenarios peligrosos, otras en lo doméstico que no es menos importante- por encontrar y ubicarse en un lugar diferente dentro de la sociedad, a pesar de los prejuicios y muchos intentos de transformar esas luchas en oscuridad.

La escritora y periodista Vera Pinchel, define a “la Historia Argentina como mentirosa y pacata, no solo por situarla en el desarrollo en el plano militar como es el caso de las luchas libertadoras, sino que también aquellas batallas victoriosas y derrotas plenas de heroicidad, omitiendo la lucha femenina”.
Hoy recordaremos brevemente a JUANA AZURDUY.

Nacida en las cercanías de Chuquisaca (en el entonces Virreinato del Río de La Plata) el 12 de julio de 1780, sus orígenes no entran dentro de los “linajes puros” de la época, ya que su padre fue hombre de dudoso linaje español y su madre, una indígena. A los siete años queda huérfana, de modo que ella y su hermana Rosalía, quedan a cargo de una tía paterna, Petrona Azurduy, con quien tiene una muy mala relación y quien intenta en vano mantener a las niñas cerca de bordados y costuras. Tareas estas obligadas de las futuras damiselas, pero que sabemos estaban muy lejos de las inquietudes de Juana.

Es por eso que a los 17 años deciden internarla en el Monasterio de Santa Teresa con el fin de domar la tentación de una vida aventurera con las que sueña Juana. Sin embargo, el silencio, la limpieza y la disciplina, los rezos y oraciones matinales no logran evitar que cuestione la utilidad de la vida en el claustro y opine sobre el apoyo de la Iglesia a los poderosos, por lo que su estancia allí no llega a completar un año. Juana aprende el quechua, idioma de su infancia y el aymará, lenguaje de los indígenas de la zona.

Las inquietudes juveniles encontrarán en Manuel Ascencio Padilla, el compañero de su vida, un par que luchará con ella por la libertad. Padilla ya está, en 1805, participando de grupos que, influidos por la ilustración francesa, planean la revolución.

Juana y Manuel tienen dos hijos y dos hijas que ella lleva consigo en las batallas en las que participa junto a su esposo.

Veamos lo que narra la historia: es el mes de marzo de 1814. Juana y Manuel han vencido a los realistas en varias batallas y esperan el contraataque. Las tropas revolucionarias deben dividirse: Manuel se encamina hacia La Laguna y Juana se interna con sus cuatro hijos pequeños y un grupo de guerrilleros en un refugio cercano al río, en el valle de Segura, provincia de Tomina. Llegamos al momento más crucial, a la batalla más cruel y más dolorosa. Juana se interna con sus cuatro hijos en el monte desconocido. No hay alimentos, no hay más adultos que ella: sus soldados escoltas han huido asustados. No hay caminos conocidos; no hay refugio posible a los vientos y a la plaga de insectos que llenan de pestes el cuerpo de sus pequeños. Hay una suerte de hueco, un gris vacío en esta zona de la vida de Juana. Porque es aquí donde se enferman cada uno de sus cuatro hijos, donde mueren Manuel y Mariano, antes de que Padilla y un indio amigo lleguen en auxilio de la madre guerrera. De vuelta en el refugio del valle de Segura mueren Juliana y Mercedes, las dos hijas, de fiebre palúdica y disentería.

Pero, como algunos pensaron, tanta muerte insoportable trae la vida: Juana está nuevamente embarazada cuando combate el 2 de agosto de 1814 con Padilla y su tropa, en el cerro de Carretas. Juana da a luz a Luisa Padilla junto al Río Grande cuando está comenzando el ataque realista. Los hombres que la custodiaban presumieron que su jefa estaba débil y que era el mejor momento para arrebatarle el botín de guerra con el que cuentan las tropas revolucionarias y que Juana custodiaba con celoso fervor. Además, la cabeza de Juana tenía precio, 10.000 pesos en plata.

Los traidores al mando de Loayza complotan y arremeten contra la teniente coronela, que se alza frente a ellos con su hija en brazos y la espada obsequiada por el General Belgrano, tendida hacia adelante en ademán de ataque. Algunos cuentan que ordenó el ataque en quechua a su tropa de indios amigos. Otros dicen que ella misma, con su espada, le arrancó la cabeza a Loayza de un solo sablazo de derecha. Juana monta a caballo con la pequeña Luisa en brazos y, juntas, se zambullen en el río. Logran llegar con vida a la otra orilla.

Juana es mujer, es amante, guerrera y madre. Roles contradictorios en el imaginario patriarcal de la época, y casi, casi, aún en la nuestra. Su maternidad es tan importante como sus luchas, aunque en el balance son sus ideales los que llevan las de ganar, arrebatados sus hijos e hijas en medio de tanta dureza. Juana es par; par de Padilla, de Belgrano, de Güemes, con quienes luchará por la independencia de los territorios bajo el dominio español. Una par en una sociedad de inequidades, una mujer no conforme con los moldes familiares dominantes, moldes enseñados por la religión y la tradición toda para imponer el concepto de sexo débil, indefenso, emocional y pasionalmente inestable. Su historia bien dice otra cosa. Su lucha no fue comprendida y aunque nombrada Teniente Coronel, así, en masculino, fue olvidada por los primeros gobiernos patrios.

Murió indigente el día 25 de mayo de 1862 cuando estaba por cumplir 82 años y fue enterrada en una fosa común. Sus restos fueron exhumados 100 años después, para ser guardados en un mausoleo que se construyó en su homenaje en la ciudad de Sucre, Bolivia.